En la Valencia de la familia Mey permanecían los efectos de un esplendor económico y cultural que la habían convertido en la ciudad principal de la Corona de Aragón. La mundanidad de la aristocracia vencedora de las Germanías convivía con el latido de la laboriosidad de la menestralía vencida. Progresivamente se desatendía la lengua valenciana; el colapso de las letras del flamígero siglo anterior se evidenciaba -en los mismos impresos Mey y del resto de producción librería valenciana- en la preeminencia de las lenguas latina y castellana, y en la escasez de reediciones de autores de la literatura autóctona, sustituidos por autores humanistas, clásicos grecolatinos y miembros de las órdenes religiosas contemporáneos. Valencia mudaba el carácter mediterráneo y renacentista hacia un ascetismo cristiano, de raíz tridentina y contrarreformista, encarnado en la acción del Arzobispado.
El taller de los Mey fue itinerante dentro de la ciudad, pero siempre céntrico, en el eje de poder civil y eclesiástico, a poca distancia de la universidad: primero lo encontramos en la calle de la Frenería, después subiendo desde la puerta de la Mar hacia la Catedral, y finalmente en la plaza de la Hierba.
Las voces y las prisas de los obreros del libro debían llenar el aire de las proximidades y, como todo negocio que quería vender mercancía, debía estar anunciado con una inscripción expuesta en grandes letras similar al «Aquí se imprimen libros» que leyó Alonso Quijano cuando, junto a Sancho Panza y dos criados de Antonio Moreno, paseaba por Barcelona.
Al entrar en el taller debía encontrarse la escena más habitual en la producción artesanal del momento: una pequeña fábrica compuesta por el maestro, los oficiales y los aprendices. Pero también una innovadora peculiaridad: los ingenios tipográficos. Aquellas prensas o máquinas de imprimir debían infundir admiración en el visitante, como el resto de los instrumentos y herramientas de imprenta -cajas de tipos móviles, matrices o letras, punzones y otros artefactos de encuadernación y grabado- y los olores de la tinta impresa en miles de papeles o las de la cola usada en los lomos de los cientos ejemplares de un libro dejados en los anaqueles. Incluso, la visión de las balas o resmas de fardos de papel almacenadas junto a los utensilios que servían para bañar y secar los folios debían llamar la atención. También debería maravillar al recién llegado la mecánica del trabajo tipográfico, al ver en primer plano las personas que componían -cajistas-, las que corregían -correctores-, y las que sacaban las reproducciones de la prensa -tiradores-; un poco más allá, las que ligaban los pliegos y leían las copias y las pruebas en voz alta, y, además, las que hacían la tinta en el patio trasero. Cada uno tenía su lugar y su momento si se quería que el engranaje de impresión nunca se detuviera.
A honor, lahor e gloria de nostre senyor Deu Iesu Christ e dela gloriosa sacratissima verge Maria mare sua senyora nostra, comenca la letra del present libre apellat Tirant lo Blanch.
Biblioteca Històrica de la Universitat de València
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